viernes, octubre 01, 2010

Imperativamente

No falla: siempre que entro en la cocina me dicen que me vaya. Total, todavía no he quemado nada en mis intentos (no podéis demostrarlo) y, aunque tengo el récord mundial de conseguir carbonizar completamente una hamburguesa por fuera mientras se mantenía cogelada por dentro, todo el mundo sabe que cocinar de olla se me da... aceptablemente (por culpa de la sal).

Esto me recuerda una anécdota de cuando estaba yo en Irlanda. Era un día cualquiera en el que uno no se espera protagonizar...

GORILAS EN LA NIEBLA

Era una de esas mañanas de domingo en las que a las once de la mañana ya tienes hechas todas tus tareas tanto de casa como de la universidad y decides echar un rato de ordenador. Tras un rato conectado a la autopista de la información, se me ocurre que puedo ponerme a cocinar a la una y así no tengo que esperar a que terminen los demás para comer yo, así que me dirigí a la cocina y cuál fue mi sorpresa cuando me encuentro a una compañera de piso viendo la tele con un cuenco de habichuelas con tomate y completamente inmersa en un mar de humo blanco. Evidentemente, eso no tenía muy buen aspecto (y lo del humo tampoco, la verdad)

Se me ocurre preguntarle si estaba cocinando y me respondió que sí, que se estaba calentando unas tostadas en el horno. Al acercarme a la puerta del horno vi seis churrascos carbonizados que ya no creía que fueran comestibles así que se lo comenté y ella vino inmediatamente a comprobarlo. En su extrema y supina inteligencia, lo primero que se le ocurrió hacer fue abrir la puerta del horno, lo que provocó una serie de acontecimientos en cadena: primero, los carbones alimentarios que había ahí dentro eran ascuas por dentro pero estaban ahogados por el humo así que al abrir la puerta y darles oxígeno se encendieron inmediatamente; segundo, las ascuas, con su fuerza renovada, deciden agradecernos el gesto dándonos un abrazo que se manifestó en forma de llamarada que llegó hasta el techo de la cocina (pero sin repercusiones directas); y tercero, mi compi de piso, una experta en saber mantener la compostura en cualquier situación, pierde los nervios y comienza a zarandearme mientras me grita "¡¡¡Dios mío!!! ¿¡Qué vamos a hacer!?". Todo un alarde de compostura y serenidad, sí.

En un ademán de delicadeza y hombría digno de las películas de Cary Grant, la aparté (aunque lo más correcto sería decir que me liberé de su presa) y cerré la puerta del horno, lo que extinguió la llamarada inmediatamente. A toda velocidad abrí las ventanas y las puertas de la terraza para que saliera el humo fuera, porque si por uno de esos hazares del destino la alarma antiincendios se llega a activar la hubiéramos liado parda de verdad*. No obstante, tras abrir todo vi que no era suficiente así que cogí un trapo de cocina y empecé a agitarlo con todas mis fuerzas para echar el humo fuera... hasta que me empecé a marear por el esfuerzo y el humo que no me dejaba respirar y decidí salir a tomar un poco el aire antes de seguir... pero al darme la vuelta se pasó todo de golpe.

Con todo este frenesí de adrenalina se me había olvidado, pero resulta que había otra persona más en la sala, aquella que me había enseñado que no hay que perder los nervios ante una crisis sino eliminarlos completamente de la faz de la tierra, que hasta ahora no me había percatado de su presencia. Mi compi de piso, completamente al borde de un ataque de nervios y desviviéndose por ayudarme, estaba tranquilamente sentada en el sofá comiéndose sus habichuelas con tomate y viendo su teleserie. Estaba tan atónito ante esa pasividad que ni siquiera me enfadé, pero le pregunté que si es que no pensaba ayudarme a quitar el humo y me respondió que no pasaba nada, que cuando se quitase ya limpiaría el horno. "Vale, pues si no es problema tuyo tampoco es problema mío", dije yo.

Epílogo:
Completamente ahumado, con la ropa limpia y recién puesta apestando a carbón y yo medio asfixiado me volví a mi cuarto a que se me pasase el cabreo (y la asfixia). Lo bueno y lo malo que tenían los irlandeses (que yo conocí) era que no se molestaban por nada (en ningún sentido concebible).

*Es que era una de esas alarmas que suenan tan fuerte que hacen que te aumenten las dioptrías y que los colores te sepan salados al olerlos.

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